Llevo nueve años yendo a terapia. A los dieciséis me diagnosticaron un Trastorno de la Conducta
Alimentaria (TCA) y, aunque con mucho trabajo y sufrimiento, a día de hoy, puedo decir que por fin
me encuentro en paz conmigo misma, soy consciente de que este proceso de sanación aún no ha
terminado.
Durante todos esos años, me han asegurado incontables veces que “esto es una tontería de la edad
que se arregla con un cocido”. Si hubiera hecho caso a todos esos sabios, quizá me habría ahorrado
tropecientas sesiones con mi psicóloga; una gran inversión de esfuerzo, tiempo y dinero; y hasta
cuatro meses de ingreso hospitalario a más de 600 km de mi ciudad. (Nótese la ironía).
Según datos de la Fundación FITA, “una de cada cinco mujeres españolas padece un trastorno de la
conducta alimentaria”. Y, sin basarme en ningún estudio, sino en mi experiencia, me atrevería a decir
que casi el 100% de estas tiene miedo a hablar de ello por lo que los demás puedan pensar.
Desconozco cuántas veces me habrán tachado de frívola por esa excesiva preocupación por mi
cuerpo. Eso y muchas cosas más que se habrán comentado a mis espaldas que ni sé, ni quiero
saber. Pero por suerte, a día de hoy me conozco lo suficiente como para tener claro lo que soy y lo
que no. Y entiendo a la perfección lo que representa un TCA, así como que el verdadero problema no
es la obsesión por el físico.
La metáfora que los profesionales de la salud mental emplean para explicar a los pacientes el
trastorno que sufren y el papel que la comida y el cuerpo tienen en este, es el símil de la punta del
iceberg. ¿Qué se pretende explicar con esto?
Si piensas en un iceberg, te vendrá a la mente su parte visible, esa punta que he mencionado. Pero
existe otra cara que se encuentra escondida debajo del mar. Una cara que no se ve, pero que
también está ahí. Y que curiosamente, representa más del 80% de este enorme bloque de hielo.
Con los TCA sucede lo mismo. A simple vista, lo que se aprecia es la excesiva preocupación por el
cuerpo y la comida, la restricción, la autoprohibición de determinados alimentos, la obsesión por el
deporte y todos los demás síntomas. Debajo de todo ello, se esconde el verdadero problema. Esos
desencadenantes que se manifiestan, de manera insana, a través de una mala relación con la
alimentación: perfeccionismo, inseguridades, miedos, baja autoestima, exceso de control, etc.
Por tanto, el papel de la comida en los TCA es el de controlar aquello que es incontrolable, para
sentir que sí puedes hacerlo.
Así explicado parece muy sencillo, pero a mí me ha llevado años aceptar que el verdadero problema
no eran los números de la báscula, las calorías de esas galletas o la talla de cualquier pantalón. Que
la solución no era que un médico me pautase una dieta con el objetivo de “engordarme”, sino dar con
un tratamiento que me ayudase a trabajar todo aquello que estaba encubierto y que me impedía ser
feliz. E involucrarme en este al cien por cien.
Podría tirarme un triple diciendo que ir a terapia es la mejor decisión que he tomado en mi vida, pero
no voy a engañar a nadie porque después de la primera sesión con mi psicóloga, mis padres tuvieron
que empezar a llevarme de los pelos.
Creo que la mejor decisión que he tomado en mi vida, es la de coger las riendas de esta (siendo
consciente de que todo proceso terapéutico tiene sus altibajos), confiar en mi psicóloga, entender
que tengo derecho a ser feliz y permitirme serlo.
No ha sido nada fácil y, de hecho, hablarlo tan públicamente, para mí es un reto. Pero de eso va la
vida, ¿no? De enfrentarnos a lo que nos da miedo para demostrarnos a nosotros mismos que
podemos con ello.
Gracias a todo esto, ahora no me asusta decir que yo también soy humana y que mi vida no es ni
mucho menos perfecta como tantas veces me han dicho. Y por fin, puedo dar voz a esta enfermedad
sin sentir vergüenza, con el fin de ayudar, y desde una perspectiva optimista y de evolución que
jamás pensé que lograría.