Soy de ese tipo de personas a las que le encanta su cumpleaños. Cuento los días, horas y minutos y me encargo de que el resto de gente a mi alrededor también lo haga.
En resumidas cuentas, sí, soy una pesada con mi cumpleaños.
Quizá sea una pesada por ser el centro de atención. Nada que no supiera antes de empezar el módulo 1 de TYP Program, pero es algo que cada vez tengo más claro a medida que avanzo. En fin.
Volviendo a la historia. Aún siendo la pesada de los cumpleaños, sí que es verdad que los últimos años me daba más pereza celebrarlos. A medida que creces, te das cuenta de que el número de personas que quieres que estén, te caben en los dedos de manos y pies (y a veces ni pies).
Así que, en mi último cumpleaños, las expectativas eran un total de cero. No me esperaba nada fuera de la normal. Ninguna sorpresa, ni ningún susto.
Yo nací en junio, en pleno inicio de verano. Qué buena época, pensarás. Nada de eso, hace muchísimo calor y aunque rozas la jornada intensiva, estás ahí como entre medias de mucha carga de trabajo o nada.
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“14:15, cierro el ordenador, suficiente por hoy” pienso.
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Había quedado a comer con mi madre a las 14:30. Ella salió de trabajar y me recogió de casa en su coche.
De camino al restaurante, yo ya iba ojeando si escondía algún paquete en el bolso, por los asientos de atrás, en la guantera… Efectivamente, estaba buscando mi regalo. Pero es que si Houdini levantase la cabeza, se quedaría perplejo al ver la capacidad que tiene mi madre para hacer que las cosas desaparezcan.
Total, que al llegar al restaurante, abandono mi papel de Sherlock Holmes y dejo ir mi parte materialista y me centro en disfrutar de la comida. Todo transcurría de una manera normal: nos poníamos al día, hablábamos de mi futuro laboral, de las escapadas que nos podíamos hacer en agosto, de nuestra situación sentimental…
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Y casi sin darme cuenta de que ya habíamos comido, llega la tarta. Mi madre me cantaba el cumpleaños feliz de manera tímida mientras yo, como cualquier ser humano en la faz de la tierra, deseaba que se acabasen ya esos 13 eternos segundos en los que no sabes qué cara poner.
Después de engullir la tarta de queso, veo cómo mi madre me mira con ojos de pícara y mete la mano en el bolso, sacando un paquete rectangular marrón (no voy a hacer publicidad gratis pero era de esa marca que te manda todo muy rápido) y lo posándolo en la mesa.
Miro perpleja jurándome a mí misma que había mirado en ese bolso sin encontrar nada y otra vez me quedo asombrada por las habilidades escapistas de mi madre.
Y, como buena consumista, lo agito. Le pego una tunda al paquete porque me puede la curiosidad, pero quiero prolongarla un rato más. Pero de repente, caigo en qué puede haber dentro.
“¡Mamá! Por fin el producto de las pestañas. No me lo puedo creer!” le digo alzando la voz.
“¿Es lo que querías no?” me contesta ella con media sonrisa.
Entonces, claro, yo procedo a hacer el paquete trizas mientras pienso en las pestañas de Hollywood que iba a tener para el verano. Agarro la caja fuerte y la saco sin pensar ni mirar mientras la alzo al cielo con alegría.
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Y aquí empieza el show.
Yo, ignorante e ilusionada, meneo la caja en el aire muriendo de ilusión. Pobre de mí. Se dio cuenta antes que yo medio restaurante de cuál era realmente mi regalo.
No podría explicar cuánto duró el momento en el que me di cuenta de que había estado haciendo una coreografía con un satisfyer en la mano en medio de un restaurante en la zona más pija de Madrid. Pero desde luego, se me hizo mucho más eterno que el cumpleaños feliz.
Entonces, miro a mi madre, pensando que se había confundido de paquete y que a lo mejor lo había pedido para ella. Hasta que suelta:
“Es que últimamente te veo muy tensa”.
Y fue desde ese momento en el que el sexo pasó de ser un tabú, a otro punto de conversación a tratar cada vez que nos sentamos a comer.
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